Foto: Mar Muerto. Maura T. M.
Con tan solo una vez basto para que regresara a San Mateo del Mar como una suerte del destino…
La primera vez que estuve en San Mateo del Mar fue en días posteriores a semana santa, transcurría el 2017 y era el mes de marzo, había sequía (como comúnmente sucede en esta temporada) lucía un aspecto árido-arenoso, un color grisáceo-café, un color neutro. Soplaba tenuemente el viento entre las calles, pero a la orilla del mar vivo (océano Pacífico) el viento soplaba bravíamente (aspecto característico de esta zona). El mar muerto (laguna formada con agua de mar que entra por la bocabarra) lucía bello, semivacío y calmo; caminé un poco adentrándome, mientras sentía la arena, las piedras, los caracoles y las pequeñas conchas entre los dedos de los pies a la par que veía los grandes y viejos cayucos de madera anclados casi a la orilla. Atardecía.
La primera vez que desperté de madrugada por el sonido de las campanadas de la iglesia para ir a orar… fue allí; allí fue la primera vez que aprendí la profunda distinción entre el viento del sur y viento del norte (elementos característicos de la cosmovisión Ikoot), entre el mar vivo y el mar muerto. La primera vez que vi pescar en el mar vivo con un papalote sobre volando fue allí, me impresionó la destreza y fuerza que se requiere para poder jalar y bajar el papalote con el viento del norte soplando tan intensamente.
Después de ese primer paseo de regreso al pueblo, atravesamos por la laguna Quirio, mientras nos explicaba Alejandro que en temporada de lluvias dicho lugar se colma de agua y vegetación, (no podía imaginar en ese momento qué tan distinto luciría el lugar). Siguiendo nuestro camino por entre las casas, aquella mañana nos dirigimos al mercado; nunca había visto a tantas mujeres reunidas ejerciendo la labor de trueque y compra-venta. El lugar se hacía multicolor con tanta variedad de productos, en efecto los colores eran variados, también los olores, había pescados de distintas especies, dulces de ciruela, calabaza y muchos más, miel, fruta, pequeños ramos de flores, aguas de coco y ciruela, gelatinas; también vasijas, huipiles, manteles y servilletas típicas bordadas. Señoras caminando de un lado a otro con sus tinajas en la cabeza, entremezclándose unas con otras vestidas de faldas largas y huipiles, ofreciendo tortitas, guetabingui y totopos.
Aquella primera vez que conocí San Mateo del Mar nos alojamos los primeros días en el entonces palacio municipal, donde se escuchaba fuertemente la campana de la iglesia cada que la tocaban, las personas nos veían con extrañeza, pero no pasó mucho tiempo para que nos aceptaran y acogieran. Los últimos días nos quedamos en la casa de una familia que aceptó alojarnos, nos brindaron una excepcional calidez y apoyo para lo que se nos ofreciera. Un rasgo particular no solo de la familia sino de la gente de la comunidad en general. En esa ocasión me toco por suerte asistir a la procesión del mar, caminamos casi toda la noche acompañando a la comunidad, deteniéndose de poco en poco en cada capilla para rezar y tocar música con los instrumentos musicales prehispánicos. Seguimos caminado hasta llegar al mar vivo en donde año con año piden porque la lluvia y la pesca sean abundantes. Fue un verdadero privilegio para mi ser testigo de dicho ritual y haber podido conocer tanto de aquella ocasión a través de los simbolismos que forman parte de esa cultura; haber podido notar la relación tan estrecha y ancestral que tienen con la naturaleza y los fenómenos naturales.
En esos días pensé que esta ceremonia, quedaría como un buen recuerdo que me llevaría de mi estancia en la comunidad, imaginando por supuesto que no volvería o que pasaría bastante tiempo para regresar. No fue así, medio año más tarde regresé, era septiembre y fue así como conocí la otra fase, la otra cara, la otra belleza de San Mateo del Mar, por supuesto era temporada de lluvias. Incluso el camino que se recorre para llegar a la comunidad, me fue un tanto irreconocible, el verde predominaba. Conocí la segunda inmensidad de San Mateo, guiada por un compañero de la comunidad. Noté la profundidad y enormidad de la laguna Quirio llena de agua, la vegetación que emergía de ella. Era de noche y había luna llena, caminábamos rumbo al mar vivo esperando tener suerte para ver desovar a las tortugas; aunque al caminar lastimaban una y otra vez mis pies las piedras y los pequeños cristales anclados al camino de terracería que permanece en tiempos de sequía, valía por completo la pena, tan solo por el hecho de andar entre el agua por aquel camino que meses atrás no era mas que arena, sal y caracoles casi fosilizados. En aquel recorrido veía venir y salir a pescadores con su atarraya en mano y su canasto de carrizo, veía a niños pescando en el puente, algunos ya diestros, otros aprendiendo a pescar. En San Mateo del Mar fue la primera vez que vi pescar con atarraya y que me dieron la oportunidad de aprender a pescar. Pasando la laguna, pisamos de nuevo arena, era una pequeña duna por la que subimos y al bajarla nos encontramos con la inmensidad del mar vivo.
Lo anterior es tan solo una minúscula parte de lo que es San Mateo del Mar. Cada uno de los elementos naturales que componen su entorno, así como las actividades que llevan a cabo día con día (que he tratado de describir), se ven reflejados en los tejidos que hacen al componer morrales, servilletas, huipiles o manteles, en las actividades cotidianas que ejercen como la pesca, en las festividades y rituales que llevan acabo año con año. La organización, el ímpetu y el respeto con el que los realizan es cálido, fuerte y contagioso. En ello es reconocible la diversidad, el arraigo, el conocimiento y la conexión ancestral que tienen con su entorno.
San Mateo del Mar y la comunidad de personas que viven en ese territorio Ikoot, albergan un sinfín de aspectos positivos y cosas bellas que quise mostrar en este pequeño escrito, el cual redacté de tal forma que podamos apreciar y hacer saber de las tantas cosas que se pueden perder, a partir de eventos como los suscitados en los últimos días. Es un escrito que quiere dejar entre ver la fuerza y audacia de los Ikoots y el territorio. Es un escrito que intenta de alguna manera concientizar a las personas del exterior sobre lo imprescindible que puede ser una comunidad como ésta y al mismo tiempo intenta brindar por lo menos una pequeña luz esperanzadora a los pobladores de San Mateo, hacerles saber que los vemos, que los apreciamos y que los apoyamos hoy y siempre.
Maura Torres Martínez